Despertó a altas horas de la madrugada, como ya venía siendo costumbre desde la noticia del estado de su padre. Siempre soñaba con lo mismo, y siempre despertaba a la misma hora.
Caminó hasta la ventana. El cielo estaba despejado y podían verse perfectamente las estrellas. Tan bonitas como cada noche, tan lejanas y distantes como se sentía ella de lo que llamaban hogar. Se fijó en dos que titilaban algo más que las demás. Estaban situadas una vertical a la otra. A decir verdad, no se trataban de estrellas, aunque a simple vista lo pudieran parecer. El más alto y brillante era Venus y el otro Júpiter. Hacía tiempo que se fijaba en ellos cuando las nubes se lo permitían y el firmamento libre se mostraba ante ella sin pudor. Cada día algo más separados y lejanos entre sí. Como lo estaba su padre, todos los días un poco más lejos de la vida y un poco más cerca de la muerte.
Enjugó con los dedos una lágrima que impactó tímida contra su mejilla izquierda. Se tapó los ojos un momento con las manos. Suspiró. Respiró hondo.
Fue hasta la habitación de su padre. Aquella noche había sido Iris la que se había quedado con él. Ella llevaba una semana seguida a sus espaldas y necesitaba dormir y descansar en una cama de verdad.
Le dio un beso en la mejilla a cada uno, y cogió la mano de su padre durante unos minutos, durante los que recorrió con la mirada su rostro cansado y cada vez más marchito.
Se sienta justo a su lado. Abre el cajón de su mesita y saca “Los vengadores”. Sigue leyendo. Hacía una semana que no lo tocaba, que no lo leía. Por muchas veces que su padre le escribiese que estaba preparada ello nunca confiaría en estarlo. Pero tenía que saber la verdad. Tenía que acabarlo, tenía que leer todo aquello que se escondía entre las líneas de aquella antigua historia. Quizás incluso, del origen de su existencia. De la razón de estar tan confundida, de pertenecer a La Resistencia… Tenía miedo.
Abrió con timidez el libro, quitó el marca páginas y continuó:
“-¿Tú también quieres acabar conmigo? – dijo entre risas, risas que retumbaban entre los árboles, y que hacían flotar. – Mírame fijamente a los ojos. Tranquilo, no te haré daño, solo es que… hay ciertas cosas que debes olvidar.
Las escenas con aquel hermoso e inolvidable ángel comenzaron a pasar por su mente a gran velocidad, y escapaban de él sin darle tiempo a reaccionar. Cuando el proceso terminó, el vampiro se quedó tendido en el suelo, inmóvil, durante unos segundos que el ángel aprovechó para escapar. Sus alas blancas cruzaron el cielo, provocando reflejos cristalinos sobre el lago, oscuro, bañado en tinta negra.
Volar la hacía sentir libre, poderosa, y de algún modo sentía que su ángel, su compañero Dialo, aún estaba con ella. Como si sus alas, transparentes e invisibles, la rozasen durante su hermoso planeo.
No estaba segura de si su plan funcionaría. No el plan de engatusar a los vampiros. Eso funcionaba, y de qué manera. Lo que no sabía realmente era si sobreviviría al parto. Al dar a luz a esas criaturas. Criaturas que ni ella misma sabía si podrían seguir adelante. Si aguantarían en ese mundo. ¿Terminaría su vida al mismo tiempo que su venganza culminaba? No sabría la respuesta hasta que el momento oportuno llegase. Debía esperar tres meses hasta averiguarlo. Tres meses era lo que duraría su embarazo. Y durante los cuales no podría seguir con su venganza por seguridad. Cuando todo terminase, cuando su venganza acabase, moriría o se dejaría matar para poder reunirse junto a él.
Pero en el camino no todo es fácil y no todo es como nosotros pensamos. Porque… cuanto más planeas algo y más lo piensas, nada sale como se había esperado. Porque, en ciertas ocasiones, es mejor dejarse llevar, y no pensar. Eso sería lo que haría ella. Se dejaría llevar por sus impulsos durante esos tres meses.
El embarazo iba bien. Lo cierto es que no sufría muchos dolores, pero no podía volar, por lo que sus alas, poco a poco, se quedaba sin vida. Eso no lo había imaginado, nunca lo hubiese pensado. Esperaba que aguantasen una semana más. Solo quedaba eso, una semana. Tenía que arriesgarse.
Se había despertado con intenso dolor de cabeza. Y para su sorpresa sus alas brillaban con gran intensidad. Una intensidad cegadora. Cada pluma destilaba vida. Y entonces lo comprendió. Miró a su alrededor, y los vio. Había logrado sobrevivir, lo había conseguido. Cuatro pequeñas y hermosas criaturas le miraban desde un rincón de la oscura caverna. Su aspecto era de lo más natural, como un vampiro, pero sus alas… su estructura era igual que las de un murciélago, cada ramificación de un negro intenso, y en el interior un plumaje color gris perla. Realmente maravilloso.
Ya no tenía miedo. Sabía que podía estar tranquila. Cuidaría de sus pequeños y los haría fuertes y valientes. Se adentró en el bosque en busca de algo de comida, algún animal que otro para pasar la noche. Tenía que averiguar cuanto tiempo resistían sin sangre, cuando les atacaba la sed. Tras aquel intenso día, y con los pequeños tranquilos a su lado, desconectó un momento de la realidad. Analizó su plumaje arrancando una de sus plumas. No todo podía salir bien. Sabía que algo acabaría terminando con ella y no se equivocaba. La pluma fue perdiendo el brillo con lentitud, en la raíz podían verse motas de color negro. Sabía que se extenderían por todo el plumaje. Al debilitarían. Sus alas estaban en proceso de putrefacción.
Se estaba muriendo.
Toda la vitalidad de la que se bañaba su sangre azul prácticamente había desaparecido al dar a luz, al cederla a sus pequeñas criaturas. Había intercambiado la muerte por la vida. La ponzoña devoraba su cuerpo paulatinamente.”
Seguía sin creer todo aquello que leía. Tenía que ser alguna especie de leyenda, o algún cuento para niños. Desde luego no podía ser real.
Cogió el libro, le dio un beso a su padre y volvió a su habitación.
Los pasillos estaban en silencio, todo el mundo dormía, descansaba, soñaba. Ella en cambio se rompía por dentro. Se desgastaba intentando averiguar la verdad, intentando descubrir la realidad.
Abrió la puerta con cuidado puesto que tenía por costumbre chirriar si se era muy brusco con ella. Marcos miraba a través de la ventana.
-¿Ya sabes porqué estás aquí? – le preguntó, aún de espaldas.
-No, no lo sé… ¿Debería de saberlo? – resopló, molesta. – Siempre que me encuentro contigo se te ocurre alguna pregunta lo suficientemente ingeniosa o incomoda para poner mi mundo patas arriba.- no pensaba decirle aquello que había recordado al leer el libro. Lo de su medicación. Lo de la sangre azul.
-¿Para qué crees que sirve la medicación?
-Dímelo tú, yo soy demasiado ignorante, ¿no crees? – cogió aire. Todo la sobrepasaba. Sabía de sobra que no estaba siendo nada justa con él. Pero había sido el primero que había cogido por banda. – Estoy harta sabes. No sé dónde estoy, ni qué hago aquí. Incluso a veces me pregunto si realmente me llamaré Jane. ¿Crees qué es fácil? ¿Crees qué tus juegos ayudan? Ya no sé de qué parte estás, o estoy yo. Me estoy cansando de todo esto.
-Shhh, terminarás por despertarlos a todos.
-¿Piensas que me importa? Quizá ellos sepan decirme algo más que tú en lugar de provocarme con insinuaciones.
-Lo siento. No preguntaba con mala intención. Sólo intentaba averiguar cual era el punto exacto de tu conocimiento acerca de todo esto.
-¿No crees que habrías acabado antes preguntando qué es lo que sé?
-Seguramente tengas razón.
Dejó el libro en la mesita y se tumbó sobre la cama, de espaldas al sillón al que Marcos se dirigía. Él lo cogió, leyó la dedicatoria. Ahora sabía lo confusa que se sentía. Sabía todas esas preguntas que formulaba cada vez que se despertaba en mitad de la noche, como le había pasado a él unos cuantos años atrás. Comprendió qué debía hacer. Aquello que a él le hubiese ayudado a creer.
-Ven – dijo mientras le tendía la mano. – quiero enseñarte algo.
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